Una de las dimensiones de la pobreza es la desigualdad, y América Latina y el Caribe es la región más desigual de todo el planeta; el 40% de hogares con menores recursos, recibe en promedio un 15% del ingreso total, mientras el 10% más rico de los hogares concentra alrededor del 34% de los ingresos totales (CEPAL, 2009).
El paradigma de desarrollo humano supera la visión más economicista de la pobreza y define la pobreza humana como la carencia del nivel mínimamente aceptable de capacidades que sufren las personas, para satisfacer sus necesidades humanas y fundamentales (PNUD, 1997). De esta forma, la equidad, la inclusión social, el empoderamiento de las mujeres y el respeto a los derechos humanos son condiciones necesarias para poder reducir la pobreza.
La mirada de género evidencia que las causas y la situación de pobreza de hombres y mujeres son en algunas ocasiones diferentes; las carencias que enfrentan unos y otras son de distinta naturaleza y; que las personas enfrentan obstáculos diversos para salir de ella. También nos permite observar que mujeres y hombres no son grupos homogéneos sino diversos y señala la importancia de cruzar el género con otras variables como clase, edad, etnia, raza, discapacidad y ámbito rural/ urbano, para poder comprender realmente este fenómeno y sus implicaciones.
La incorporación de la perspectiva de género al análisis de la pobreza también ha permitido ver otros tipos de pobreza más allá de la carencia de ingresos: pobreza de tiempo, de oportunidades y de trabajo, la pobreza al interior de los hogares, la falta de vínculos sociales, la limitación de libertades políticas, etc., que deben ser tomadas en cuenta en las estrategias de lucha contra la pobreza.
Sin embargo, en muchas ocasiones tanto la medición como el análisis de la pobreza siguen siendo ciegos al género. Una de las fuertes críticas que se realizan desde la perspectiva de género, es que en la medición se toma únicamente como unidad de análisis el hogar, obviando las brechas de género y de edad, así como las relaciones de poder asimétricas que existen en su interior. Así, este tipo de mediciones acaban afirmando que no hay diferencias relevantes entre la incidencia, intensidad y severidad de la pobreza entre hombres y mujeres.
Por el contrario, cuando las desigualdades de género al interior del hogar se toman en cuenta, las mujeres aparecen sobre-representadas entre las personas pobres y se evidencian los verdaderos niveles de pobreza entre la población femenina (PNUD, 2006).
Esto tiene que ver con distintos factores. Por un lado, la división sexual del trabajo ha dado lugar a que los quehaceres domésticos y las labores de cuidado sigan siendo en nuestra región responsabilidad casi exclusiva de las mujeres, sin que ellas reciban ninguna remuneración por ello. Esto tiene claras implicaciones para sus vidas, ya que dificulta su inserción laboral, supone una sobrecarga de trabajo que no es socialmente reconocida, genera dependencia económica de las mujeres hacia los hombres, limita su acceso y control de los recursos y aumenta su vulnerabilidad frente a la pobreza.
Otro de los factores fundamentales que incide en la pobreza femenina tiene que ver con la segregación laboral y las brechas salariales que enfrentan les mujeres. A pesar de su incorporación masiva al mercado laboral en los últimos años, sus tasas de desempleo siguen siendo mucho más altas, enfrentan mayores condiciones de precariedad, informalidad e inestabilidad, y sus ingresos promedio representan entre el 60 y el 70% del salario de los hombres, aún cuando realizan el mismo trabajo.
Los hogares encabezados por mujeres han ido en aumento y pasaron del 22% en 1990 al 31% en 2008 (Naciones Unidas, 2010). Los estudios demuestran que los hogares con jefatura femenina reciben menos ingresos, lo que se debe a la discriminación laboral y salarial que sufren las mujeres, al fenómeno de la migración masculina y a la irresponsabilidad paterna a la hora de aportar recursos para la manutención de sus hijos e hijas (es decir, suelen depender de un solo ingreso en el hogar que además suele ser menor debido a la ocupación de las mujeres en tareas peor remuneradas y a la desigualdad salarial).
Sin embargo, es importante visibilizar también los aspectos positivos que pueden existir en estos hogares, como la mayor libertad para tomar decisiones, mayor autonomía de la mujer, un patrón de gasto más equitativo al interior del hogar, disminución de la violencia intrafamiliar, etc., aspectos que forman parte de una visión más integral de la pobreza.
En las últimas décadas ha ido tomando fuerza el término de feminización de la pobreza, referido al predominio reciente de las mujeres entre la población empobrecida. Este concepto se ha reflejado en numerosas declaraciones de Naciones Unidas e incluso en compromisos internacionales como la Plataforma de Acción de Beijing (1995), donde se afirma que el número de mujeres viviendo en la pobreza aumenta de manera desproporcionada con respecto a los hombres, especialmente en los países en desarrollo.
A pesar de esta evidencia, la perspectiva de género suele estar todavía ausente en las políticas anti pobreza. Muchas de ellas han introducido medidas para superar la pobreza de las mujeres, pero en general estas iniciativas han tenido un marcado carácter asistencial, y las mujeres han sido identificadas principalmente como madres e intermediarias para el reparto de los beneficios en las familias, lo que supone un aumento del trabajo para ellas. Estas políticas, en general, no han sabido involucrar a los hombres ni al estado en las tareas domésticas y de cuidado, y han propuesto a las mujeres actividades de generación de ingresos desvinculadas del mercado, informales e insostenibles. Por ello, muchas de estas políticas y programas han sido fuertemente cuestionadas por reforzar los estereotipos y roles de género.
Para un abordaje integral de la pobreza humana, es necesario incluir la perspectiva de género en su análisis y medición, tomando en cuenta todas las dimensiones de la misma (económica, social, cultural, política, etc.), y en las políticas y programas para su erradicación; elaborar información desagregada y; valorar, medir y visibilizar el enorme aporte que realizan las mujeres al desarrollo de sus países, a través del trabajo reproductivo no remunerado.
El paradigma de desarrollo humano supera la visión más economicista de la pobreza y define la pobreza humana como la carencia del nivel mínimamente aceptable de capacidades que sufren las personas, para satisfacer sus necesidades humanas y fundamentales (PNUD, 1997). De esta forma, la equidad, la inclusión social, el empoderamiento de las mujeres y el respeto a los derechos humanos son condiciones necesarias para poder reducir la pobreza.
La mirada de género evidencia que las causas y la situación de pobreza de hombres y mujeres son en algunas ocasiones diferentes; las carencias que enfrentan unos y otras son de distinta naturaleza y; que las personas enfrentan obstáculos diversos para salir de ella. También nos permite observar que mujeres y hombres no son grupos homogéneos sino diversos y señala la importancia de cruzar el género con otras variables como clase, edad, etnia, raza, discapacidad y ámbito rural/ urbano, para poder comprender realmente este fenómeno y sus implicaciones.
La incorporación de la perspectiva de género al análisis de la pobreza también ha permitido ver otros tipos de pobreza más allá de la carencia de ingresos: pobreza de tiempo, de oportunidades y de trabajo, la pobreza al interior de los hogares, la falta de vínculos sociales, la limitación de libertades políticas, etc., que deben ser tomadas en cuenta en las estrategias de lucha contra la pobreza.
Sin embargo, en muchas ocasiones tanto la medición como el análisis de la pobreza siguen siendo ciegos al género. Una de las fuertes críticas que se realizan desde la perspectiva de género, es que en la medición se toma únicamente como unidad de análisis el hogar, obviando las brechas de género y de edad, así como las relaciones de poder asimétricas que existen en su interior. Así, este tipo de mediciones acaban afirmando que no hay diferencias relevantes entre la incidencia, intensidad y severidad de la pobreza entre hombres y mujeres.
Por el contrario, cuando las desigualdades de género al interior del hogar se toman en cuenta, las mujeres aparecen sobre-representadas entre las personas pobres y se evidencian los verdaderos niveles de pobreza entre la población femenina (PNUD, 2006).
Esto tiene que ver con distintos factores. Por un lado, la división sexual del trabajo ha dado lugar a que los quehaceres domésticos y las labores de cuidado sigan siendo en nuestra región responsabilidad casi exclusiva de las mujeres, sin que ellas reciban ninguna remuneración por ello. Esto tiene claras implicaciones para sus vidas, ya que dificulta su inserción laboral, supone una sobrecarga de trabajo que no es socialmente reconocida, genera dependencia económica de las mujeres hacia los hombres, limita su acceso y control de los recursos y aumenta su vulnerabilidad frente a la pobreza.
Otro de los factores fundamentales que incide en la pobreza femenina tiene que ver con la segregación laboral y las brechas salariales que enfrentan les mujeres. A pesar de su incorporación masiva al mercado laboral en los últimos años, sus tasas de desempleo siguen siendo mucho más altas, enfrentan mayores condiciones de precariedad, informalidad e inestabilidad, y sus ingresos promedio representan entre el 60 y el 70% del salario de los hombres, aún cuando realizan el mismo trabajo.
Los hogares encabezados por mujeres han ido en aumento y pasaron del 22% en 1990 al 31% en 2008 (Naciones Unidas, 2010). Los estudios demuestran que los hogares con jefatura femenina reciben menos ingresos, lo que se debe a la discriminación laboral y salarial que sufren las mujeres, al fenómeno de la migración masculina y a la irresponsabilidad paterna a la hora de aportar recursos para la manutención de sus hijos e hijas (es decir, suelen depender de un solo ingreso en el hogar que además suele ser menor debido a la ocupación de las mujeres en tareas peor remuneradas y a la desigualdad salarial).
Sin embargo, es importante visibilizar también los aspectos positivos que pueden existir en estos hogares, como la mayor libertad para tomar decisiones, mayor autonomía de la mujer, un patrón de gasto más equitativo al interior del hogar, disminución de la violencia intrafamiliar, etc., aspectos que forman parte de una visión más integral de la pobreza.
En las últimas décadas ha ido tomando fuerza el término de feminización de la pobreza, referido al predominio reciente de las mujeres entre la población empobrecida. Este concepto se ha reflejado en numerosas declaraciones de Naciones Unidas e incluso en compromisos internacionales como la Plataforma de Acción de Beijing (1995), donde se afirma que el número de mujeres viviendo en la pobreza aumenta de manera desproporcionada con respecto a los hombres, especialmente en los países en desarrollo.
A pesar de esta evidencia, la perspectiva de género suele estar todavía ausente en las políticas anti pobreza. Muchas de ellas han introducido medidas para superar la pobreza de las mujeres, pero en general estas iniciativas han tenido un marcado carácter asistencial, y las mujeres han sido identificadas principalmente como madres e intermediarias para el reparto de los beneficios en las familias, lo que supone un aumento del trabajo para ellas. Estas políticas, en general, no han sabido involucrar a los hombres ni al estado en las tareas domésticas y de cuidado, y han propuesto a las mujeres actividades de generación de ingresos desvinculadas del mercado, informales e insostenibles. Por ello, muchas de estas políticas y programas han sido fuertemente cuestionadas por reforzar los estereotipos y roles de género.
Para un abordaje integral de la pobreza humana, es necesario incluir la perspectiva de género en su análisis y medición, tomando en cuenta todas las dimensiones de la misma (económica, social, cultural, política, etc.), y en las políticas y programas para su erradicación; elaborar información desagregada y; valorar, medir y visibilizar el enorme aporte que realizan las mujeres al desarrollo de sus países, a través del trabajo reproductivo no remunerado.